por Juan Antonio Bello Jiménez
“La cruz de Cristo da mucho más de aquello que exige, lo da todo, porque nos conduce a Dios” (Benedicto XVI)
Con la mochila en nuestra espalda y siempre siguiendo la bandera que nos guiaba, más de 170 peregrinos del Arciprestazgo Baena-Castro del Río nos fuimos adentrando en la ciudad para ir siendo partícipes de aquella fiesta de la fe.
Recoletos, Cibeles, Gran Vía, El Retiro… eran lugares bañados por una multitud de jóvenes, formando una masa humana de vívidos colores. Reían, cantaban, se abrazaban y compartían lo mejor de cada uno. La felicidad se respiraba por cada uno de los rincones de una gran ciudad como Madrid.
Juventud cristiana, pacífica y normal, lejos del estereotipo católico aburrido, serio y beato que se ha intentado crear por algunos sectores de la sociedad. Fue en ese momento donde comprobamos, más que nunca, que ser cristiano no era una cosa rara y arcaica, sino un signo de alegría y amor.
Esta primera toma de contacto con la ciudad nos hizo ver que estábamos sin lugar a dudas, como diría el Beato Juan Pablo II, en la tierra de María, donde los jóvenes venían movidos por la fe y con ganas de encontrar “ése algo más” en sus vidas.
Intentando mitigar un calor abrasador con abundante agua nos dirigimos hacía el Parque del Retiro. Una vez allí, le dimos tregua a nuestros pies sentándonos en el césped, donde se agradecía el frescor que desprendía. Observamos que aquel Parque era una auténtica pasarela de jóvenes de distintas nacionalidades que iban a la Fiesta del Perdón. Formaban colas interminables de espera para el acceso a aquella fiesta de entrada gratuita con espacios de diseños futuristas. En los rostros de los peregrinos a la salida de la fiesta se les podía adivinar el “chute de paz” al que habían sido sometidos.
A pesar de estar muy a gusto en aquella sombra de la arboleda del Parque, éramos conscientes de que el tiempo era oro, y más aún cuando estás entre cientos de miles de personas y los sitios en barrera -como se diría en el argot taurino- estaban cotizados a un alto precio. Y sobre todo para los cofrades, cuando lo que estaba por venir era el Santo Vía Crucis presidido por el Papa. Aquello no nos lo podíamos perder por nada del mundo. Así que cargamos nuestras mochilas y emprendimos una nueva caminata hacía la Plaza de Cibeles.
Haciéndonos hueco entre la algarabía de peregrinos conseguimos tomar una posición privilegiada. El precio que hubo que pagar fue las más de tres horas a pies quietos, un calor sofocante y algún que otro achuchón moderado. Pero en ese tiempo de espera no hubo lugar para el aburrimiento porque la observación de todo lo que acontecía alrededor de aquella Plaza era un espectáculo masivo. Entretanto, nos llamó la atención sobremanera que aquella cruz de la cajita blanca era prendida en los cuellos, muñecas, mochilas, banderas, etc. de la multitud peregrina.
Pasándonos por la mente de nuevo aquel prospecto que venía con ella, hicimos el amago para extraerlo de la cajita y leerlo. ¡No pudo ser! Justamente a nuestro lado un “gabacho” adolescente trepaba como un mono para subirse al árbol que nos daba sombra. El revuelo y la expectación fue tal, que no era el mejor momento para lectura alguna, ya que estábamos más pendientes de que no se cayese sobre nuestras cabezas que de otra cosa.
La espera terminó. El Santo Padre entra en Cibeles y los decibelios de la Plaza subieron hasta tonos ensordecedores. El Vía Crucis da comienzo por el Paseo de Recoletos. La Cruz de los Jóvenes (algunos hemos tenido el privilegio de portar) recorre todo el Paseo portada por los peregrinos que representan el sufrimiento de los jóvenes en el mundo, e iba parando en cada una de las catorce Estaciones, escenificadas por cada uno de los “pasos” de la Semana Santa española que allí estaban. Hecho histórico éste, donde se dieron cita auténticas joyas escultóricas sobre la Pasión y Muerte de Cristo. Acto solemne y emocionante donde los haya, concluido con un Amén al unísono de millares de personas que nos llegó al alma.
Reunidos con otro hermano crucero residente en Madrid, nos dispusimos a ver lo que estábamos esperando durante todo el día, la procesión de aquellos “pasos” que habían permanecido estáticos durante el Vía Crucis. Fue lo que se le suele llamar una “procesión magna”.
Costaleros, portadores, hombres de trono, pasos a ruedas y las molías fueron los distintos modos de llevar los “pasos” en esa noche. Bandas de música, agrupaciones musicales, cornetas, bocinas con ruedas y banda de tambores pusieron las melodías. Los romanos dieron un toque de peculiaridad y los cofrades inundaban Recoletos y Gran Vía. Pero los grandes protagonistas de la noche fueron los legionarios entonando de viva voz el archiconocido “Novio de la muerte” y su Cristo de Mena. No salíamos del asombro de la riqueza de la Semana de Pasión española.
Estaba entrada la madrugada y el cansancio nos acusaba, con esta dosis de “semanasanta” en pleno mes de agosto nos retiramos a descansar de aquella mágica noche. Al día siguiente nos esperaba Cuatro Vientos.
Continuará…
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