Definitivamente, nunca podré estar más de acuerdo que con quien afirma que el aldeanismo se cura viajando. Este aserto, aplicado en multitud de ocasiones a los nacionalismos centrífugos, podría tener pleno y justo sentido si lo trasladáramos al mundo de la Semana Santa. Para ello, basta con propiciar la ocasión de conocer cómo se conmemora este acontecimiento en otros lugares de los que ni siquiera sabíamos su nombre, para terminar concluyendo que la Semana Santa es en nuestros días un fenómeno globalizado y universal, por supuesto no exento de localismos iconoclastas, pero que supera con creces cualquier intento de hacerla única, exclusiva e individual y, por tanto, excluyente.
Viene todo esto a cuento con motivo de la XXVI Peregrinación Nacional de Hermandades y Cofradías de la Santa Vera Cruz que, como hemos dicho anteriormente, se ha celebrado este último fin de semana de septiembre en la localidad malagueña de Alhaurín el Grande. Allí, con un intenso programa de actos que no pudo realizarse completamente por las inclemencias meteorológicas, hemos tenido la oportunidad de compartir durante tres días no sólo fe y advocación, sino también el convencimiento de que el trabajo de los seguidores de San Francisco sigue dando frutos, está fuertemente arraigado por toda la geografía nacional y goza de un extraordinario vigor.
Murcianos de Caravaca, burgaleses de Briviesca, palentinos de Herrera de Pisuerga o de la propia capital, madrileños de Fuencarral, gaditanos de Jerez, sevillanos de Benacazón, de Alcalá del Río, de El Viso del Alcor, malagueños de Ronda, de Alhaurín de la Torre, jiennenses, cordobeses, pacenses, zamoranos… cientos y cientos de peregrinos llamados al amparo de la Vera Cruz para seguir públicamente testimoniando que el símbolo de todos los cristianos es eterno y común, salvífico y redentor, ruta y acceso, siempre halo y guía.
Y en medio de tal vorágine, templada y perfectamente atendida por mil serviciales corbatas verdes capaces de solventar con éxito los muchos imponderables que acarrea un acontecimiento de esta dimensión, uno llega a reflexionar sobre el tácito mensaje de tan magno movimiento. Tal es así, que termina por disolver todas aquellas particulares y lógicas pretensiones para intentar aglutinarlas en torno a la única idea y fin común. Cualquiera, a raíz de estas palabras, puede pensar que alguien nos impide que cada uno hablemos de nuestros Cristos, de nuestras Vírgenes, de nuestras costumbres, de nuestras diferentes formas de conmemorar la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Lo hacemos, lo compartimos, lo debatimos, lo defendemos. Pero hay dos cosas que transversalmente consiguen diseccionar a todas y cada una de las hermandades y cofradías que allí nos hemos concentrado y a tantas otras que por uno u otro motivo no han podido asistir. Una es el color verde, el que nos identifica y singulariza. Otra, más importante, más trascendente, de mayor enjundia y calado, es la cruz, la sempiterna y venerable Vera Cruz.
Porque tras ella con orgullo siempre estaremos, enhorabuena a todos los que, de una u otra manera, son capaces de seguir luchando para mantenerla firmemente erguida.